No a la escultura de mujer arrodillada representando a Mariana Pineda en la Plaza Santa Adela de Huéscar

jueves, 14 de octubre de 2010

Introspección de cara al inminente invierno

Esta es la tierra donde creció el olvido.

La conocemos surco a surco y su dolor nos duele en
la raíz del alma.

Esta es la tierra que sembramos en días de humildad.

Escuchad su latido: es una tierra antigua como el si-
lencio. Es más amarga que el esparto.

En sus entrañas fermentan miradas verdecidas.


Julio Llamazares. La lentitud de los bueyes.


El libro recurrente desde hace 17 años, según reza la anotación en la primera página: Madrid, agosto 93. Un libro que ha pasado por muchas manos. Algunas perduran en la piel y en la memoria, entre cerezas y olas de un mar bravío. Otras, dejaron de existir un lejano día en unas escaleras mecánicas en la estación de trenes de Atocha, cuando eran cenizas recientes, y aún así, todavía quisieron compartir un último roce de pieles, un último contacto físico imposible.

La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve son dos libritos en uno que, además de hermosos, han sido muy útiles, a lo largo de todos estos años, para llorar. Se han convertido en el talismán que provoca el llanto. Que nadie pregunte los motivos. Pero ejercen ese efecto balsámico sobre quien, cuando necesita llorar y no puede, o no sabe, si los lee despacito y en voz alta, poco a poco, va notando como las lágrimas resbalan mejillas abajo, y lo que era nada delante mismo unos minutos antes, se vislumbra como una nueva etapa mucho más rica y enriquecedora. El silencio apenas iniciado y el silencio intuido dejan de doler, dejan de ser una aberración contra natura, para convertirse por obra y magia de la poesía de Llamazares y las lágrimas, en un nuevo momento.

Un momento que habrá que pelearlo, como todos los momentos. Un momento que nos despojará de las vestiduras que nos escondían de nuestras verdaderas intenciones, de nuestros verdaderos principios, tanto como nos los mostraban, equívocamente quizás, y nos dejará tal cual somos: desnudas, desnudos. Dispuestas y dispuestos para elegir el traje que queremos vestir a continuación. Porque llega el frío y oscuro invierno y no podemos permanecer ni con las viejas vestiduras, livianas y raídas, ni mucho menos, sin vestidura alguna.

La desnudez, esta desnudez, nos convertiría en personas derrotistas y derrotadas, agazapadas en cualquier rincón en un vano y torpe intento de hacer frente al frío con esa actitud tan cobarde. Un frío despiadado y socarrón dispuesto a mofarse día sí y día también de nuestra vulnerabilidad, de nuestra falta de previsión, de nuestra poca consistencia. Un frío que nos habría ganado la partida sin mover ficha, sabedor de antemano que bastaba con tener un poco de paciencia, porque intuía que las vestiduras quedarían fuera de lugar en cuanto avanzara el tiempo y llegara el invierno.

Pero el invierno todavía no ha llegado. Apenas han comenzado a caerse las hojas que nos anuncian el otoño. Todavía estamos a tiempo de elegir cuidadosamente el traje apropiado para la siguiente estación. Tenemos materiales entre los que seleccionar nuestro próximo vestuario: lanas, franelas y panas, algodones, linos, sedas. Materias nobles todas. También tenemos sastres y sastras, modistas y modistos, capaces de diseñar, cortar y coser perfectos trajes a medida, de esos que se nota de lejos que son de calidad, tanto por el tejido como por el corte, la costura y la caída. Por lo bien que sientan.

Es necesario pelear el invierno, sí. Está a las puertas, pero todavía no ha llegado. Este detalle debemos aprovecharlo como una ventaja. Las lágrimas también son una ventaja, allanan y límpian la senda todavía por recorrer. Ya tenemos dos ventajas frente al invierno que aún no se ha presentado.

Podemos.

Es el momento de despojarnos de las viejas y cómodas vestiduras y empezar sin pausas a confeccionar las que nos permitirán afrontar con la máxima dignidad los rigores del cada vez más largo y cruel invierno. La humanidad lo ha hecho siempre, desde sus más remotos principios. Ha sobrevivido incluso a las épocas glaciales. Ahora tenemos herramientas y máquinas que nos ayudan mucho en ese sentido. Y aunque digamos que no, disponemos de tiempo, si sabemos organizarnos en comunidad en lugar de esperar que se organice una comunidad en nuestro nombre y en nuestro beneficio. Si queremos comunidad, tenemos que construirla. Si queremos vestidos que nos preserven del frío, tenemos que confeccionarlos. La fórmula de firmar y pasar posteriormente a recoger los beneficios es errónea. Para obtener beneficios es necesario que primero seamos conscientes de todas las etapas del proceso, y que participemos activamente en cada una de ellas, desde las semillas que constituirán la plantación hasta la prenda acabada.

Participar en todos los procesos desde la siembra hasta la cosecha, en definitiva. Cuantas más personas estemos involucradas en cada uno de los procesos, menos tiempo nos llevarán a cada una. Más posibilidades de que la cosecha, o el vestido, se termine a tiempo y sea mejor. Más preparadas estaremos para afrontar la siguiente estación.

Podemos.

Poder, podemos. La pregunta es, ¿queremos? ...

Todo lo aprendí de quien nunca fue amado: la nieve y
el silencio y el grito de los bosques cuando muere el
verano.

O aquella canción celta que Kerstin me cantaba

¿Quien puede navegar sin velas? ¿Quien puede remar
sin remos?

Julio Llamazares. Memoria de la nieve.


DahirA.

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