El pequeño grupo de personas del que formo parte elegimos el Altiplano de Granada para pasar una semana de vacaciones el último verano seducidas por el programa de actividades que ofrecía una web de alojamientos rurales. No conocíamos la provincia de Granada, ni tan siquiera las archi nombradas Alpujarras, sobre las que también debatimos antes de decidirnos por el Altiplano, que por el nombre nos sonaba más bien a Bolivia.
Las personas del grupo del que hablo vivimos y trabajamos en una ciudad que supera los tres millones de habitantes, por lo que pasamos la mayor parte de nuestras vidas entre asfaltos, contaminación de todas las clases, y ríos de personas en todas direcciones. Trabajamos en oficinas con aire artificial, luz artificial, cafés artificiales, timbres de teléfonos, pantallas de ordenador, jefes más o menos siesos y amargados y máquinas que controlan el minuto y el segundo de nuestra hora de llegada y de salida. La mayoría de nosotros nos desplazamos habitualmente en transporte público, preferentemente el metro, lo que supone pasar una hora diaria, al menos, bajo tierra, con más luces artificiales, más aire artificial, más ríos de personas por los pasillos y las escaleras; los vagones del tren circulan por lúgubres túneles cargados hasta los topes de personas apiñadas y tan lúgubres como los propios túneles, cuando, como es mi caso, me desplazo en una de las muchas horas punta del día.
La constante de nuestros días cotidianos de personas urbanitas es el tiempo. No el tiempo en abstracto, ni siquiera las horas. Los minutos, y hasta los segundos son fundamentales. A mí, si se me escapa el tren de las 6.49, o llega con dos minutos de retraso, pierdo el enlace con el siguiente, y llegaré 12 minutos tarde al trabajo, lo que significa bronca segura del jefe, y si le pilla en un día de malhumor, hasta me dejará caer una basta amenaza "conozco a becarios mucho más baratos que llegarían diez minutos antes y no diez después, a ver si tomas nota". Al mediodía me quedo a comer en la oficina, la comida que me he preparado la noche anterior y que me llevo en un taper, y que me como en la misma mesa de trabajo, delante de la pantalla del ordenador y con los teléfonos sonando. No se que es peor, si atender las llamadas interrumpiendo mi tiempo de comida y entrecomillado descanso, o dejar que suenen martilleándome en los oídos los insistentes timbrazos. De premio, puedo optar a un café o una infusión de máquina, muy barata y muy asquerosa.
Así, un día, y otro, y otro. Por eso, en vacaciones queremos libertad; aire libre, sitios donde no haya ruidos, ni ascensores, ni repelentes comidas industriales, ni la atmósfera esté cargada de polución, ni haya gentío, y la luz sea natural el mayor tiempo posible. No nos gusta hacer deporte organizado, no somos deportistas ni queremos parecerlo, pero sí nos gusta movernos, patear suelos de tierra, senderos entre naturaleza. Incluso soñamos con hacer algún trabajo físico al aire libre, de esos que te dejan rendido o rendida, con la piel quemada por el sol, las manos ásperas, agujetas hasta en las pestañas, que te hacen desear imperiosamente una ducha y una cama.
Cuando planeamos vacaciones nunca nos hemos planteado acudir a una agencia de viajes. Las agencias de viajes nos suenan a vacaciones manipuladas para beneficio económico del empresario que las manipula. ¿Hay algo más estúpido que una empresa te diga a que hora tienes que levantarte, a que hora comer, con que música tienes que divertirte y relajarte, qué lugares tienes que ver y cuanto tiempo tiene que durar la visita, y que además le pagues a esa empresa con el dinero que te ha pagado otra empresa por tenerte a su disposición ochos horas diarias mínimo, cinco días a la semana, diciéndote qué, cómo y cuanto tienes que hacer? Vale que no somos los seres más libres del mundo por elegir unas vacaciones no organizadas, pero nos sentimos así: libres, con las horas a nuestra disposición, y no al revés.
Como tampoco nos planteamos ir a lugares que estén de moda, ya que con toda seguridad estarán masificados y cualquier servicio que ofrezcan y necesitemos tendrá una calidad más que dudosa. Ir a a un restaurante de esos que tienen enormes comedores llenos hasta la última silla, en los que estás escuchando las conversaciones de todos los comensales que están alrededor, y que además te ofrecen la carta más insulsa que puedas imaginarte, no es de recibo. No digo ya lo de levantarte bien temprano para plantar la sombrilla en la playa, lo que te da derecho a ese mínimo espacio para cuando más tarde vayas a relajarte, leer, tomar el sol, charlar tranquilamente, completamente rodeado o rodeada de cientos de sombrillas y una masa humana que se asemeja a la que me encuentro en el metro en las horas punta.
Sin embargo, como ya dije al principio, lo que nos sedujo para elegir ese lugar que sonaba a Bolivia, el genuino Altiplano boliviano, pero que, según leímos en la página de los alojamientos, y en otras a las que nos llevó nuestro escepticismo, se encuentra en la provincia española de Granada, fue precisamente el programa de actividades organizadas que ofrecían junto con el alojamiento. El programa era alternativo, una sugerencia nada más. No era imprescindible aceptarlo, ni era necesario reservarlo con anticipación. Tampoco realizarlo al completo. Si nos decidíamos por algunas de las actividades, nos cargarían en la factura sólo las realizadas. Podíamos probar un día. Si nos gustaba, bien, y si no, lo dejaríamos y empezaríamos a movernos por nuestra cuenta, como hacemos cada vez que vamos de vacaciones.
Llegado el mes de julio, y el día de la semana que teníamos reserva de alojamiento, nos pusimos en marcha. A pesar de las fotografías y textos que habíamos visto por internet de la zona, estábamos preparados y preparadas para encontrar algo distinto y peor. Ya se sabe que la información turística en general a veces está bastante manipulada, ponen una foto de un hermoso campo de almendros en flor, pero no ponen otra con el vertedero que está junto a esos almendros y que, una vez en el lugar, te los encuentras en tu mismo plano de visión, te guste o no. El problema que se presenta es que yo he ido a ese lugar a ver los almendros en flor, pero no quiero ver el vertedero, del que ni siquiera tenía noticias de que existiera. Y una vez que estoy allí, ¿a quien denuncio el sutil engaño? ¿Quien me devuelve el tiempo que he empleado en llegar hasta allí?
Conforme nos íbamos acercando a la población de destino, Huéscar, nos empezamos a sorprender.
(continuará)
DahirA.
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