Había una vez, en un remoto lugar de un remoto país de Europa, una comarca gobernada por vendedores y vendedoras. Eran vendedoras y vendedores natos. Lo llevaban en la sangre, era innato en ellos y ellas, necesitaban vender para sentirse realizados y realizadas. Lo hacían de forma espontánea. De cualquier situación, extraían la posibilidad de una venta.
El mayor problema de estas personas vendedoras es que no se dedicaban al comercio. Se dedicaban a la política, y su objetivo era gobernar. Y gobernaban, como acabamos de decir. Si hubieran sido comerciantes y comerciantas, habrían tenido un enorme éxito, traducido en beneficios económicos, que suprondría la prosperidad y el bienestar material de sus familias. Quizás, serían envidiados y envidiadas por vecinos y vecinas, empleados y empleadas, y serian constantemente puestos de ejemplo por quienes iniciaran o quisieran iniciar negocios: tenemos que hacer como fulanitos, menganitos y zutanitos.
Pero eran gobernantes y gobernantas en aquella remota región de aquel remoto país europeo. ¿Que puede vender un político o una política?. Seguro que ya has pensado en una respuesta: vendían promesas. Sí, es cierto: vendían promesas. Aunque eso era algo muy común entre la clase política de aquel tiempo y aquella región. Cada vez que se acercaban unas elecciones, y eso sucedía cada cuatro años, la inmensa mayoría de aspirantes a gobernar, apoyados por sus seguidores y seguidoras, durante algunos meses, se dedicaban casi en exclusiva a vender promesas. Promesas que, obviamente, estaban enfocadas a mejorar la vida de las demás personas: más empleo, más educación, más cultura, más infraestructuras públicas, más ventajas fiscales, más bibliotecas, más aparcamientos, más zonas verdes, más carreteras, más servicios de transporte público, más antenas que conectaran con el mundo a través de más herramientas, más sanidad pública, más libertad religiosa, menos burocracia, más ayudas a los sectores empresarial, autónomo, autoempleado, asalariado; más ayudas a las y los desempleados, a las amas de casa, a los jubilados y jubiladas, a los discapacitados y discapacitadas, a las y los estudiantes; a las personas maltratadas, excluídas, más desfavorecidas.
Además tenían una extraordinaria capacidad para convertir lo negativo en positivo. Dominaban las estadísticas de forma magistral. Jugaban con las estadísticas. Donde se había producido un empleo, demostraban que habían sido diez empleos. Donde había un tremendo socavón desde tiempos immemoriales, demostraban que habían asfaltado cuatro calles. Donde había un edificio histórico en ruinas desde varias décadas atrás, demostraban que se había aprobado un presupuesto enoooorme para convertirlo en el mejor edificio rehabilitado de los alrededores, gracias a su empeño y enorme esfuerzo. Y así con todo. Donde había más miseria, ellos y ellas decían que había más riqueza. Y lo hacían de forma que convencían sin mucho esfuerzo.
No obstante la envergadura que supone vender promesas, y venderlas bien, esa venta no les satisfacía plenamente. Era una venta anunciada. Y una vez que les habían comprado el producto ofertado, los votos, hasta las siguientes elecciones se quedaban sin otra cosa que vender. Su vida dejaba de tener alicientes. A veces, para calmar sus ansias de vender, aprovechaban pequeñas oportunidades que casi a diario les brindaba su cargo. Pero éstas eran también del sector de las promesas. Prometían puntual e individualmente a cualquier ciudadano o ciudadana que peticionara algo que estaba en sus manos concederlo o no. Pero eso era como beber a morro de un cartón de vino de mesa quien está acostumbrado a beber caldos de Rioja de la cosecha de 1982, adecuadamente oxigenado, en copas de vidrio de Mallorca. No les producía ninguna satisfacción. Más bien les provocaba más ansiedad, llegando incluso en ocasiones a arrepentirse del cargo que ocupaban, y contar el tiempo restante hasta las siguientes elecciones, jurando y perjurando que no volverían a ofrecerse para el mismo puesto.
Esa ansiedad, esa desazón, les convertía en personas agrias, huidizas, adentrándose en una espiral de promesas gratuitas, estúpidas, sin sentido. A veces, perdían la noción de la realidad, se sentían perseguidos, denunciaban a los vecinos y vecinas, iniciaban campañas de desprestigio hacia ellos y ellas, actuaban como víctimas, se inventaban mundos propios y pagaban a profesionales de diversos sectores para que los apoyaran y difundieran su mundo de falacias. Y la egolatría se apoderaba finalmente de ellos y ellas.
Pero ni siquiera ese estado de pérdida de la realidad mitigaba su necesidad intrínseca de vender. Y, claro, lo tenían complicado. Su trabajo más bien consistía en buscar y recoger para repartir. Esa era su obligación. Y eso no se podía considerar ventas.
Fue entonces cuando se dieron cuenta que sí que podían vender sin renunciar a gobernar. Se dieron cuenta que los ciudadanos y ciudadanas les habían otorgado la confianza para custodiar los bienes comunes; esa especie de fideicomiso les permitía manejarlos durante un período de tiempo sin necesidad de rendir cuentas, les habría una puerta para saciar su necesidad obsesiva: podían venderlos. Podían vender el patrimonio de cualquier índole que estuviera a su cargo. Ya fuera éste una montaña o un río. Ya podía ser esa venta contraria a las leyes vigentes: el gusanillo de placer que les producía la posibilidad real de cerrar una venta era superior a ese pequeño detalle. Tenían amigos y amigas que los apoyaban, que distraían a las personas para hacerles creer que no era cierto que se estuviera vendiendo nada. Consideraban enemigos a todos aquellos y aquellas que les recriminaran sus actuaciones.
Así fue como en aquella remota región de aquel remoto país, en un mismo espacio de tiempo se solapaban las ventas: edificios, campos, montes, rios, territorio en general. Unas y otras tapadas con dilapidaciones económicas de la más variada índole: escuelas para enseñar a los pastores de toda la vida a ser pastores, viajes en autobús de los propios implicados para el reconocimiento de la comarca y comarcas aledañas, tal vez con el propósito de autorehabilitación; inauguraciones de edificios inservibles, extrañas señalizaciones, grandes fotografías de alguno de estos vendedores instaladas en lugares públicos, aprovechando la cercanía con un personaje muy famoso, cual dictador que se precie; fotografías junto al señor que llegaba para infundir miedo a las personas que no estaban de acuerdo con su proceder, y actuaciones similares acumulables y acumuladas.
Las promesas incumplidas, con las que en realidad, ya contaban quienes hicieron creer que las creían, y la suma de los numerosos intentos de vender el patrimonio, algunos de ellos consumados, despertó del largo letargo en el que estaba sumida la ciudadanía de aquella remota región, y se produjo una revolución escalonada y pacífica, como los mismos principios del feminismo, en la que se empezaron a reivindicar derechos fundamentales: derecho al trabajo, derecho a la libre expresión, derecho a conservar la tierra, ...
De ahí surgió el rechazo de la ciudadanía por las y los gobernantes-vendedores y exigió cambiar gobiernos por gobernanzas, mucho más cercanos a la justicia social y el desarrollo sostenible, permitiéndoles de esta forma una vida con futuro que pudieron disfrutar sus descendientes durante muchas generaciones.
En definitiva, en aquella remota región de aquel remoto país, fueron felices y comieron truchas comunes, que habían dejado de estar en peligro de extinción con la implantación del sistema de gobernanza, en el que tenía una clara y activa participación la ciudadanía, que hizo de la conservación en buen estado del patrimonio existente uno de los objetivos prioritarios.
DahirA.
El mayor problema de estas personas vendedoras es que no se dedicaban al comercio. Se dedicaban a la política, y su objetivo era gobernar. Y gobernaban, como acabamos de decir. Si hubieran sido comerciantes y comerciantas, habrían tenido un enorme éxito, traducido en beneficios económicos, que suprondría la prosperidad y el bienestar material de sus familias. Quizás, serían envidiados y envidiadas por vecinos y vecinas, empleados y empleadas, y serian constantemente puestos de ejemplo por quienes iniciaran o quisieran iniciar negocios: tenemos que hacer como fulanitos, menganitos y zutanitos.
Pero eran gobernantes y gobernantas en aquella remota región de aquel remoto país europeo. ¿Que puede vender un político o una política?. Seguro que ya has pensado en una respuesta: vendían promesas. Sí, es cierto: vendían promesas. Aunque eso era algo muy común entre la clase política de aquel tiempo y aquella región. Cada vez que se acercaban unas elecciones, y eso sucedía cada cuatro años, la inmensa mayoría de aspirantes a gobernar, apoyados por sus seguidores y seguidoras, durante algunos meses, se dedicaban casi en exclusiva a vender promesas. Promesas que, obviamente, estaban enfocadas a mejorar la vida de las demás personas: más empleo, más educación, más cultura, más infraestructuras públicas, más ventajas fiscales, más bibliotecas, más aparcamientos, más zonas verdes, más carreteras, más servicios de transporte público, más antenas que conectaran con el mundo a través de más herramientas, más sanidad pública, más libertad religiosa, menos burocracia, más ayudas a los sectores empresarial, autónomo, autoempleado, asalariado; más ayudas a las y los desempleados, a las amas de casa, a los jubilados y jubiladas, a los discapacitados y discapacitadas, a las y los estudiantes; a las personas maltratadas, excluídas, más desfavorecidas.
Además tenían una extraordinaria capacidad para convertir lo negativo en positivo. Dominaban las estadísticas de forma magistral. Jugaban con las estadísticas. Donde se había producido un empleo, demostraban que habían sido diez empleos. Donde había un tremendo socavón desde tiempos immemoriales, demostraban que habían asfaltado cuatro calles. Donde había un edificio histórico en ruinas desde varias décadas atrás, demostraban que se había aprobado un presupuesto enoooorme para convertirlo en el mejor edificio rehabilitado de los alrededores, gracias a su empeño y enorme esfuerzo. Y así con todo. Donde había más miseria, ellos y ellas decían que había más riqueza. Y lo hacían de forma que convencían sin mucho esfuerzo.
No obstante la envergadura que supone vender promesas, y venderlas bien, esa venta no les satisfacía plenamente. Era una venta anunciada. Y una vez que les habían comprado el producto ofertado, los votos, hasta las siguientes elecciones se quedaban sin otra cosa que vender. Su vida dejaba de tener alicientes. A veces, para calmar sus ansias de vender, aprovechaban pequeñas oportunidades que casi a diario les brindaba su cargo. Pero éstas eran también del sector de las promesas. Prometían puntual e individualmente a cualquier ciudadano o ciudadana que peticionara algo que estaba en sus manos concederlo o no. Pero eso era como beber a morro de un cartón de vino de mesa quien está acostumbrado a beber caldos de Rioja de la cosecha de 1982, adecuadamente oxigenado, en copas de vidrio de Mallorca. No les producía ninguna satisfacción. Más bien les provocaba más ansiedad, llegando incluso en ocasiones a arrepentirse del cargo que ocupaban, y contar el tiempo restante hasta las siguientes elecciones, jurando y perjurando que no volverían a ofrecerse para el mismo puesto.
Esa ansiedad, esa desazón, les convertía en personas agrias, huidizas, adentrándose en una espiral de promesas gratuitas, estúpidas, sin sentido. A veces, perdían la noción de la realidad, se sentían perseguidos, denunciaban a los vecinos y vecinas, iniciaban campañas de desprestigio hacia ellos y ellas, actuaban como víctimas, se inventaban mundos propios y pagaban a profesionales de diversos sectores para que los apoyaran y difundieran su mundo de falacias. Y la egolatría se apoderaba finalmente de ellos y ellas.
Pero ni siquiera ese estado de pérdida de la realidad mitigaba su necesidad intrínseca de vender. Y, claro, lo tenían complicado. Su trabajo más bien consistía en buscar y recoger para repartir. Esa era su obligación. Y eso no se podía considerar ventas.
Fue entonces cuando se dieron cuenta que sí que podían vender sin renunciar a gobernar. Se dieron cuenta que los ciudadanos y ciudadanas les habían otorgado la confianza para custodiar los bienes comunes; esa especie de fideicomiso les permitía manejarlos durante un período de tiempo sin necesidad de rendir cuentas, les habría una puerta para saciar su necesidad obsesiva: podían venderlos. Podían vender el patrimonio de cualquier índole que estuviera a su cargo. Ya fuera éste una montaña o un río. Ya podía ser esa venta contraria a las leyes vigentes: el gusanillo de placer que les producía la posibilidad real de cerrar una venta era superior a ese pequeño detalle. Tenían amigos y amigas que los apoyaban, que distraían a las personas para hacerles creer que no era cierto que se estuviera vendiendo nada. Consideraban enemigos a todos aquellos y aquellas que les recriminaran sus actuaciones.
Así fue como en aquella remota región de aquel remoto país, en un mismo espacio de tiempo se solapaban las ventas: edificios, campos, montes, rios, territorio en general. Unas y otras tapadas con dilapidaciones económicas de la más variada índole: escuelas para enseñar a los pastores de toda la vida a ser pastores, viajes en autobús de los propios implicados para el reconocimiento de la comarca y comarcas aledañas, tal vez con el propósito de autorehabilitación; inauguraciones de edificios inservibles, extrañas señalizaciones, grandes fotografías de alguno de estos vendedores instaladas en lugares públicos, aprovechando la cercanía con un personaje muy famoso, cual dictador que se precie; fotografías junto al señor que llegaba para infundir miedo a las personas que no estaban de acuerdo con su proceder, y actuaciones similares acumulables y acumuladas.
Las promesas incumplidas, con las que en realidad, ya contaban quienes hicieron creer que las creían, y la suma de los numerosos intentos de vender el patrimonio, algunos de ellos consumados, despertó del largo letargo en el que estaba sumida la ciudadanía de aquella remota región, y se produjo una revolución escalonada y pacífica, como los mismos principios del feminismo, en la que se empezaron a reivindicar derechos fundamentales: derecho al trabajo, derecho a la libre expresión, derecho a conservar la tierra, ...
De ahí surgió el rechazo de la ciudadanía por las y los gobernantes-vendedores y exigió cambiar gobiernos por gobernanzas, mucho más cercanos a la justicia social y el desarrollo sostenible, permitiéndoles de esta forma una vida con futuro que pudieron disfrutar sus descendientes durante muchas generaciones.
En definitiva, en aquella remota región de aquel remoto país, fueron felices y comieron truchas comunes, que habían dejado de estar en peligro de extinción con la implantación del sistema de gobernanza, en el que tenía una clara y activa participación la ciudadanía, que hizo de la conservación en buen estado del patrimonio existente uno de los objetivos prioritarios.
DahirA.
Declaración Universal de los Derechos Humanos, Art. 19: Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
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