Me acuerdo de ellas a menudo, pero particularmente hoy,
quiero tener una palabra para las compañeras artesanas de México y Ecuador que
tuve la fortuna de conocer hace unos pocos años, sin moverme de mi pueblo.
Cada una de ellas, Chave, Dª Felipa, María, Paquita, Eva, y
otra encantadora mujer de la que nunca recuerdo su nombre, pero si su mirada
limpia y luchadora nacida en una aldea de los Andes, creadora de mermeladas y ávida
de conocimientos. Todas ellas y algunas otras con quien apenas compartí unas
palabras y una mesa, atravesaron caminos
imposibles, sobrevolaron un océano y recorrieron media piel de toro para que
las supiéramos en carne y hueso y lucha.
Llegaron con escepticismo, y que menos, los españoles se
ensañaron con la población indígena cuando arribaron en el continente, y eso no
se olvida por muchos siglos que pasen. Pero llegaron también con las sonrisas más
hermosas, las experiencias más tremendas, las ganas de lucha intactas. Llegaron
con sus artesanías bordadas, tejidas con paja, elaboradas con manjares de la
selva andina. Dieron mucho y recibieron poco, que duda cabe.
Por eso siempre estaremos en deuda con ellas, aunque parezca
que el tiempo nos ha alejado, nos ha olvidado. Pero el olvido es imposible. Las
veo a menudo: bordando chales, tejiendo cestos, elaborando quesos, recibiendo a
turistas sostenibles, unas junto al mar, otras en la cordillera, otras en
tierras más secas y polvorientas o inmersas en una macro ciudad.
A todas, a cada una de vosotras, fuertes mujeres, mujeres
trabajadoras, mujeres luchadoras, mujeres incansables, mujeres emprendedoras, mujeres
valientes, lo contrario de la mujer arrodillada y sumisa que tuvo a bien
plantificar el ayuntamiento de Huéscar en la plaza Santa Adela hace ya siete
años. A todas vosotras, mis queridas hermanas, mi abrazo hoy. Siempre.